El amor cotiza en bolsa
Dicen que el amor mueve el mundo,
 pero yo tengo mis dudas.
 Si así fuera, los bancos cerrarían los lunes por resaca emocional.
A veces pienso que lo que realmente mueve el mundo son las finanzas,
 y que el amor, con suerte, va de copiloto.
 Porque cuando el dinero se va, el amor suele coger un taxi.
 Y cuando llega la nómina, vuelve la ilusión de hacer planes.
No sé si hay más divorcios cuando hay crisis o cuando hay dinero.
 Cuando hay crisis, cuesta sostener la casa.
 Y cuando hay dinero… cuesta sostener las ganas.
Nos enamoramos de quienes frecuentan los mismos bares.
 Antes era literal.
 Ahora, con la globalización, puedes conocer a alguien por Instagram,
 pero al final, por pura economía y logística del día a día,
 terminas saliendo con quien te cruzas en la cafetería de al lado.
 Las relaciones a distancia son como la economía global:
 románticas en teoría,
 pero caras en mantenimiento.
Coincidimos donde cuesta lo mismo el vino,
 y aunque digamos que el reloj no importa,
 como dice Shakira, no es igual mirar la hora en un Casio
 que en un reloj de esos que hacen que el brazo pese más que el corazón.
Y aun así, seguimos diciendo que el dinero no tiene nada que ver con el amor.
 Pero hablamos de todo menos de eso:
 del futuro, de los viajes, del anillo de compromiso, del color de las cortinas,
 de la lista del súper, de los suegros...
 pero no de cómo se paga la vida a medias sin romperse por dentro.
Luego viene el “¿y cuándo tendréis hijos?”.
 Como si la vida fuera una cadena de producción sentimental:
 la boda, el piso, la cuna, la guardería,
 el cambio de coche —que si diésel, que si híbrido, que si eléctrico—,
 y el amor intentando no griparse en mitad del trayecto.
Y cuando crees que lo tienes claro,
 el mercado cambia, suben los tipos, bajan las certezas,
 y ya no sabes qué es mejor:
 si alguien clásico, joven, de tu edad, con tatuajes o cicatrices…
 o que al menos entienda lo que cuesta una hipoteca.
Mientras tanto, el mundo gira.
 Giran las ruedas del carrito del súper,
 las promesas compartidas
 y las excusas para no hablar de dinero en pareja.
Te divorcias porque puedes mantener dos casas.
 O sigues casado porque no puedes mantener ni una.
 Y ahí está la economía, discreta, haciendo de celestina o de verdugo.
Y luego llegan las segundas oportunidades.
 O las terceras.
 Porque la soledad pesa.
 No es lo mismo compartir el alquiler después de una separación
 que enfrentarse sola a los problemas del trabajo,
 al silencio de la casa o a las conversaciones con tu ex.
Reinventarse se vuelve obligatorio:
 cuando te despiden, aunque te indemnicen,
 porque la inflación se come la mitad de la esperanza.
 Y reinventarse también en el amor,
 porque a veces eliges al polo opuesto
 solo porque no se parece a tu ex.
 Igual que cambias de sector buscando algo más creativo,
 más libre, menos estable.
Pero al final, siempre vuelves a ti:
 al debe y al haber,
 a las pérdidas y las ganancias.
 Porque el amor, como las finanzas,
 no se sostiene solo con marketing.
 Ni con historias en Instagram, ni con corazones virtuales.
 El amor —como la economía— necesita un buen producto,
 una estrategia clara y, sobre todo, las cuatro P bien ajustadas:
 paciencia, presencia, propósito y palabra.
El amor, a veces, cotiza en la bolsa del deseo.
 Sube con los intereses, baja con los gastos imprevistos.
 Y cuando envejeces y te sientas en un banco del parque,
 descubres que el valor también se devalúa.
 A menos que tengas acciones… o historias que valgan más que el oro.
Y me pregunto:
¿de verdad el amor mueve el mundo,
o solo lo adorna mientras la economía conduce?
Quizá la verdad esté ahí,
en saber compartir la vida…
sin perder de vista lo que importa.
Reflexiones al Atardecer


